viernes, 29 de octubre de 2010

Escritos de Tierra Nº 10: EL COLECCIONISTA DEL MUNDO (post – 53)


Sabes, dicen que hay pueblos olvidados a los que les gusta estarlo, pueblos donde las bestias salvajes viven en comunión con los hombres, donde los niños juegan en el lomo de los leones y los ancianos ayudan a las aves a hacer sus nidos, dicen que hay ciudades donde la gente no se rige por monedas, dicen que en los confines del mundo el mar se convierte en piedra y que hay lugares donde el fuego nace de la misma tierra ¿Y quienes dicen todas estas cosas? Bueno, en realidad solo uno las dice y es aquel viejo que va ahí. Ése, el de la barba blanca, el que tiene las ropas color montaña. Ése, el que va descalzo y con par de zapatos parvos en la mano. El estuvo aquí hace rato, suele venir cada año aunque no se sabe cuando ¿Y a donde va? No lo sé, pero creo que menciono algo sobre un remendero y un niño que no ve hace mucho tiempo.


El hombre de los pies descalzos camina en dirección a una pequeña tienda. Se detiene. Entra y toca una sola vez la campana del mostrador, del fondo del bazar aparece un hombre con las manos oscuras y la camisa algo percudida, llena de un olor a cuero. El hombre ve al viejo, su barba, sus ropas y luego ve los zapatos sus parches, sus huecos y los reconoce, no puede evitar profesar una amable sonrisa. El zapatero regresa los ojos al viajero diciendo: “Que gusto verte. Lo ves, te dije que te iban a durar más que antes”.


Luego de abrazar al zapatero y a su hijo (que casi llora al verlo) el viejo de los grandes pasos se sienta a un lado de la chimenea. Esperando. Esperando al hijo del remendero que llegaba con unas cuantas leñas para atizar el fuego. Esperando. Esperando escuchar al viejo, conversar con él quien sin importar su cansancio accede recostándose apaciguadamente en el respaldar de la silla. El viejo le sonreía y le contaba historias, historias de grandes viajes, de frutas exóticas y paisajes ilusorios, historias de fieras nunca antes vistas, de maravillas perdidas entre los caminos, historias que podrían llenar a un hombre (y más aún a un niño) por muchas noches con una sonrisa al pie de su cama y entre ellas el viejo también contaba historias de leyenda, de magia, de hombres que vuelan por los aires y mujeres que respiran bajo el agua. El amable remendero no creía mucho (o quizá nada) en aquellas historias pero le encantaba ver la emoción y el asombro en el rostro de su pequeño hijo, la luz aventurera de sus ojos cada vez que escuchaba los cuentos antiguos, sus ganas de ser parte de esos viajes, de esas leyendas. El viejo zapatero adoraba a su hijo y por eso arreglaba gustoso los roídos zapatos del viajero y conversaba con el e incluso lo invitaba a pasar la noche (con la condición en secreto de seguir contándole más historias a su hijo durante la cena) El hombre de los pies descalzos agradecía la hospitalidad y la cortesía regalándole (luego de insistir) una de sus tantas extrañezas que solía guardar entre los pliegues de su abrigo y que al parecer provenia de alguna lejana región del sur donde los ríos se convierten en montañas blancas y los hombres llevan el color del cielo en la mirada.


Esa noche como otras el viajero bajaba al sótano donde ya había una habitación acondicionada para el, el viejo con el cansancio del día a cuestas se despojaba de sus ropas, mientras acicalaba su espesa barba para luego disfrutar de la tibieza de una cama que no había tenido en días. En sus sueños el fatigado peregrino evocaba lunas de colores. Dunas que podían acariciar los cielos. Con la cálida sensación de la arena en el rostro el viejo rememoraba lagunas cristalinas, manantiales de sombra azul. Tórridas corrientes de agua que se empozaban con la naturalidad de una lluvia de verano ondeando con plácido clamor el cielo reflejado en el espejo del agua. El cielo estrellado, saliente e inalcanzable, matizaba en su hermosura la locura de colores que emanaban del recuerdo. Aquellas noches amarillas bajo los llanos del desierto, el mítico y rojo fuego de los claros del campo, la impávida tranquilidad turquesa del lienzo marino, el indescriptible tornasol de fuego, agua y amor. La fusión perfecta. El viento que cae en la tierra y la fecunda. La felicidad de dar vida. La máxima expresión de la muerte. Una sonata de invierno. Los primeros prismas de nieve. Los bosques, su espesura. La jungla del alma que en los hombres se llama corazón. Una tenue luz filtrada en la frondosidad de las ramas capaz de crear lugares perfectos. Las memorias de un cazador, de un artista, de un viajero. La imaginación de un niño que no sabe de misterios. Un cuenta cuentos, un salvador, un extranjero, un recolector. El coleccionista del mundo. El hombre capaz de guardar sus huellas, capaz de no olvidar, de soñar, de volar con ellas por los confines de su mente. De su propio mundo, donde las fronteras de la carne no lo limitan, donde transfigura sus deseos por recuerdos. Reminiscencias de una vida de mil vidas. Historias de un universo conocido, aquel que puede tocar con las manos. Cantos de un silencio alucinado. Un pentagrama de seis lados. Un dibujo delineado con los labios. Una estrella fugaz, una triste pero amante despedida. Los extremos del dolor, de la pasión. El llanto, la ilusión. El amor y la nada… liviana sensación de vanidad. La realidad que hace todo más constante, más tangible, más etéreo, más efímero; como en los sueños, sueños que algún viejo soñaba. Sueños que encerraban un mundo, sueños que liberaban su alma.


¿Cuántos recuerdos puede albergar un hombre? ¿Qué tan fascinante puede ser la luna para aquellos que siempre viven en el día? Aquí, mientras aún sea de noche, un amable zapatero duerme a un lado de su cama con un par de botas en las manos, un niño reemplaza la ausencia de su madre con una lágrima en la almohada y un viejo de barba blanca duerme sus años remembrando una vida, una vida que al despertar saldrá sin despedirse (como ya es costumbre) aprovechando el frió de la mañana para no sentir su fatiga. El viejo caminara bordeando los bosques dejando pasos grises en el camino blanco. Añorando, añorando más historias, más recuerdos, más personas. Atesorando, atesorando siempre el mismo par de zapatos, al mismo niño y al mismo remendero; metáforas de una vida que alguna vez llevó y que ahora solo extraña a momentos. Con la bruma del tiempo cubriendo el cielo se detiene y se pregunta ¿Qué habrá más allá? El coleccionista del mundo sonríe, suelta su silencio en un suspiro y empieza a caminar con la niebla del amanecer envolviendo su cuerpo hasta perderse en su misterio.


Nota a pie de página: Tenía este escrito hace un par de días, pero con todas estas cosas en las que ando no podía asirme del sentimiento adecuado para terminarlo. Creo que tengo que atribuir a una persona en particular el haberlo terminado. Ya se lo diré cuando la vea.

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